Tapiar un muro | Opinión

AvatarPublicado por
ILUSTRACIÓN DE JORGE F. HERNÁNDEZ

“Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase —quizá quitando la causa cesaría el efecto—, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza”, escribe Cervantes en tan pocas líneas la fugacidad con la que esfuman la biblioteca de Alonso Quijana como supuesto remedio a la sana enfermedad de los libros que lo llevó a salir solo y contra vientos a componer el mundo, volver molido y luego, despertar del desmayo para ir precisamente al sitio exacto donde se hallaban sus libros como quien acude al botiquín de los primeros auxilios. Don Quijote pasa las manos sobre el muro vacío e interpreta la desaparición como artilugio de algún vago encantador, un malévolo mago que ha desaparecido lo que parecería el combustible indispensable de su imaginación.

A menudo evoco la desolación inesperada que asocia ese pasaje del Quijote con las constantes mudanzas de una vida en movimiento y se me afigura que el sufrimiento que han causado ciertos naufragios se parece a la desesperada mañana en que Don Quijote no encuentra sus libros ni sus estantes: solo el muro tapiado, blancamente encalado como metáfora del vacío. Lo cierto es que al paso de los años y la lluvia de ciertas canas, el pasaje se conforma no como una derrota sin solución, sino la explicación sutil de que el verdadero dueño de su imaginación y creatividad ha de emprender —contra todo pronóstico de curas y barberos— una salida más para atravesar los campos de Montiel, ahora acompañado de un fiel escudero, multiplicando la locura indescriptible de esfumarse uno mismo de la monotonía cotidiana y emprender otra aventura libre y sin más destino que desfacer todos los entuertos y arreglar todos los enredos que nublen la visión de cualquier paisaje.

El Quijote no se da por vencido ni vencido ante el muro vacío y así pasen las yemas de sus dedos por el muro con el que se ha tapiado la biblioteca será la fuerza de su memoria y el impulso de su instinto quienes hilan no sólo la posible explicación mágica con la que se asumen las mentiras tapiadoras, sino la pura vitalidad con la que recupera fuerzas, ingenio y ánimo para la tenaz vuelta a la conquista del mundo entero.

En el otoño de 1987 compré la edición con diseño de Daniel Gil del Quijote de Miguel de Cervantes en dos volúmenes porque me atrajo la cómoda caja que contiene ambos tomos, la tipografía digna de subrayarse en colores diferentes y con suficientes espacios de margen para navegar la lectura con todas las anotaciones que me azotaban a los 25 años de edad. Sobre todo, compré el Quijote en la Casa del Libro de Gran Vía porque me parecía inaplazable leerlo habiendo llegado a Madrid con la intención de doctorarme en sus aulas y calles y plazas y tabernas de antaño y había mucho de vergüenza en sólo citar escenas que provenían más de las películas sobre el Quijote que de la lectura pura de sus párrafos. Durante meses navegué la España entera cargando en mochila azul la mejor historia jamás contada y es hasta ahora, décadas después de leer el mismo libro todos los años, que me resigno a digerir como inesperada gratificación ponderada la convencida creencia en que los muros tapiados de tantísimas ilusiones pasadas no han sido más que alicientes para apuntalar la memoria de todo lo memorable y saber olvidar todo lo que en realidad había sido lastre y estorbo para volver a salir campante por la plana blanca de una página nueva que ha de escribirse con la caligrafía de la taquicardia y la emoción de toda la ilusión imaginada tan recuperada… que no hay muro que la tapie.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país